El multimillonario sudafricano se preguntaba, mientras paseaba fumando tranquilamente un cigarrillo cerca del Puente de la Torre de Londres, quién sería el infiltrado. Tras pensar unos minutos, se reconoció a sí mismo, que no tenía ni la menor idea. Los cuatro hombres que le daban su apoyo y le prestaban sus ideas, habían sido estudiados concienzudamente por sus espías a sueldo. Éstos le habían dado sus aprobación, y él, por su parte, nunca había dudado de ellos. Hasta ahora.
Se preguntó a sí mismo qué hacer, ¿qué opciones tenía? Tal vez encargar que los liquidasen a los cuatro... no, eso despertaría demasiadas sospechas entre el resto de los socios de su organización. Ellos eran hombres importantes e influyentes en sus países de origen. No, definitivamente no podía encargar que los matasen.
Tal vez debería cambiar a los miembros del Consejo; pero eso tampoco era fácil, ¿qué alegaría para tomar una decisión tan drástica? No podía confesar la verdad: que había un traidor entre ellos. Eso los hubiera puesto en alerta y hubiese precipitado las cosas.
Desde luego que no era una decisión fácil. Lo más prudente era continuar en paradero desconocido y seguir trabajando en solitario.
Corría el mes de julio de 2013 y eran las doce y media de la noche de un jueves. A pesar de la hora hacía calor; pero a orillas del Támesis refrescaba un poco. Lo malo era el hedor que sus turbias aguas desprendían a veces, sobre todo en verano.
Bryan observó de pronto la figura de una mujer alta espigada que se dirigía titubeante a la barandilla que bordeaba el río. La mujer era rubia y tenía la piel muy clara. La típica inglesa, -pensó Bryan -La mujer, una joven delgada que aparentaba treinta y dos o treinta y tres años, caminaba lentamente en dirección al Támesis, y a unos diez o doce metros por delante de Gibson.
Parecía no haber reparado en la presencia de él. Caminaba bamboleándose ligeramente con pasos inseguros, como si estuviera borracha o drogada. Iba vestida con una vistosa y llamativa falda blanca estampada con rosas rojas por encima de las rodillas, y una camiseta de tirantes de color azul celeste, ajustada, que marcaba sus pechos juveniles de mediano tamaño.
Bryan se paró y se quedó mirándola, intrigado por lo que hacía la chica, sola, y a tales horas de la noche en un día laborable.
La joven llegó a la barandilla y apoyó sus brazos en ella, mirando con tristeza a través de sus grandes ojos azules las agitadas, turbulentas y oscuras aguas del Támesis. De repente, hizo fuerza con sus brazos y se irguió sobre la barandilla. Eso fue todo lo que Bryan necesitó para entrar en acción. Tiró la colilla de su cigarrillo y corrió rápidamente para superar los pocos metros que los separaban. Acudió justo a tiempo, la cogió por la breve cintura, antes de que la bella desconocida pasase todo su joven y escultural cuerpo por encima de la barandilla.
-¿Qué hace usted, señorita? -Le preguntó Gibson cuando la bajó de la barandilla, que servía de muralla protectora a los viandantes que caminaban por la ladera este del Támesis.
-Nada...déjeme. -Dijo la bella joven mirándolo con sus tristes ojazos azules.
Bryan notó el cálido aliento de la chica que olía levemente a tabaco y a whisky, pero no le pareció desagradable.
-No voy a dejar que se suicide tirándose al río. -Le contestó con firmeza, sin soltarla.
-¿Y porqué no? ¿A usted qué le importa? No me conoce de nada. -Le contestó ella con una sonrisa triste en sus labios carnosos y bien definidos por el pintalabios de color rojo que usaba.
-¿Cómo se llama?
-Gwen.
-Muy bien, Gwen. Yo me llamo Bryan. Sean cuales sean sus problemas, el suicidio no es la mejor forma de resolverlos.
-¿Y usted qué sabe? Hace una semana me despidieron de la boutique en la que trabajaba por discutir con una clienta, y esta noche mi novio me ha dejado después de cinco años de relaciones, ¿le parece poco? -Le preguntó ella, airada. -Mi vida es una basura sin sentido alguno. -Añadió con voz melancólica y casi en un susurro.